EL ÁNGEL

Por Ricardo Meyer

I

Echo de menos a Dios, pero siento que de nada servirá arrepentirme ahora. Aunque los médicos insisten en que lo que he hecho parece más bien consecuencia de mi deseo de negar la realidad, sin guardar relación alguna con el cáncer que ahora padezco, los resquemores de mi conciencia me dicen justo lo contrario. Escribo, pues, esta misiva con la intención de dar a conocer lo que mi alma considera cierto.

Todo comenzó cuando mi pareja me abandonó. Aquello no me sorprendió, ni siquiera me impactó, ya que nuestra relación no pasaba por su mejor momento debido a que nuestro hijo había fallecido hacía menos de tres meses. Ni siquiera llegó a alcanzar el año de edad. Los doctores me informaron de que había sido prematuro y que había muerto en su cuna como consecuencia de lo que llaman «hipoxia cerebral».

Eso me destrozó: como madre, era evidente que no volvería a ser la misma. La razón por la que mi pareja me dejó está totalmente injustificada, ya que él, de manera completamente irracional, pensó que le estaba engañando con otro. La realidad era bien distinta: simplemente, estaba tratando de encontrarlo a él. Buscaba una pista, una palabra, cualquier cosa.

Y entonces lo encontré.

El anuncio en el diario decía:

«CURANDERO ESPIRITISTA ROGERS
CHAMÁN CERTIFICADO ORIUNDO DEL PERÚ
AMARRES – TAROT – ADIVINACIÓN
Y DEMÁS TRABAJOS»

Cuando vi aquello, pensé que se trataba de la propaganda de un vulgar charlatán. Sin embargo, estaba tan desesperada que decidí probar suerte. Envié un WhatsApp al número que figuraba, pensando que tendría que pedir cita. No obstante, tal formalismo no era necesario, ya que se limitó a responderme diciendo que acudiera a su «consulta» a cualquier hora del día.

Cuando llegué, comprobé que no era otra cosa que una pequeña casa prefabricada, situada casi en la periferia de Nueva Baviera. Golpeé la puerta y, tras insistir un rato, conseguí que saliera a recibirme un hombre maduro, de tez morena, con bigote y una catarata en el ojo izquierdo. No pude evitar pensar que tenía los aires de un paranoico o un esquizofrénico.

—¿Sí? ¿Qué necesita? —dijo, aferrándose a la puerta con aire de desconfianza.

—¿Curandero Espiritista Rogers? —pregunté, nerviosa.

—¡Ah! ¡Sí, sí! —su semblante cambió de inmediato— Pase, pase.

Al entrar, me sorprendió lo curioso del lugar: había una cocina llena de platos sucios, un sofá cama y un escritorio sobre el que reposaban libros, monedas y una estatuilla que captó mi atención desde el primer momento. Parecía un ángel de madera, sin rostro, con unas alas y piernas que parecían raíces de árbol. A sus pies habían colocado una velita de té.

Rogers se sentó en su escritorio y me invitó a ocupar la silla que tenía junto a él. Le hice caso y, aunque al principio me sentía nerviosa, la estatuilla del ángel me transmitía una inesperada sensación de seguridad. No sé muy bien por qué, pero había en ella algo profundamente reconfortante.

—¿En qué te puedo ayudar? —preguntó Rogers.

—Mire, la verdad es que yo…

—¡Silencio! —exclamó de pronto—. Han quiere hablar.

Rogers tomó la estatuilla del ángel y la acercó a su ojo, afectado por la catarata.

—¿Qué dices? ¿Que perdió a su niño? ¿Cuántos? ¡Oh! —exclamó, dejando la estatuilla a un lado—. Así que perdiste a tu hijo. ¿Quieres hablar con él?

Me quedé aterrada. ¿Cómo podía saber eso? Por un momento llegué a pensar que Rogers no era un charlatán, aunque mis emociones eran contradictorias y confusas. Sentía miedo, pero al mismo tiempo, la presencia de la estatuilla me daba una extraña paz.

—¿Cómo lo supo? —pregunté, intentando disimular mi inseguridad.

—Me lo dijo Han —respondió.

—¿Hans? —pregunté.

—No, no —meneó la cabeza, señalando a la estatuilla—. Han, al que llaman «el Oscuro». Él es quien me asiste con la adivinación.

—¿Es un ángel? —pregunté, curiosa.

El viejo se echó a reír, casi con sorna. Se mantuvo así al menos veinte segundos.

—No, no es un ángel —dijo al fin, acariciando la estatuilla—, pero puede serlo.

En ese momento, me miró de reojo.

—¿Qué es lo que realmente quieres? —preguntó—. ¿Quieres comunicarte con tu hijo muerto? Tenía menos de un año, ni siquiera sabía hablar... pero puedo ayudarte de otro modo.

—¿Cómo? —pregunté.

—¿Te ha pasado eso de tener una imagen o una idea en tu mente, pero no ser capaz de expresarla con palabras? A mí me ocurre con frecuencia. Muchas de las cosas que quiero decir se quedan atrapadas en el reino de lo irrealizable... pues bien, se podría decir que en ese mismo reino habita la conciencia de tu niño.

—¿Y qué puedo hacer? —insistí.

El hombre se levantó y fue hacia el lavabo, donde abrió las puertas de una despensa cercana. De allí sacó otra estatuilla del ángel que llamaba «Han», aunque esta estaba hecha de cera. Luego tomó una libreta y comenzó a escribir algo en ella.

Cuando terminó, se acercó a mí y me entregó la vela. Era hermosa.

—Debes poner esto junto a tu cama, en una mesita de noche o algo similar. Al lado, coloca un plato de comida cada día, sin excepciones —hizo énfasis en esto último—. Solo así podrás ir a donde está tu hijo.

—¿Podré verlo? —pregunté, emocionada.

—Sí, lo verás en el reino en el que se encuentra, con la ayuda de Han —volvió a acariciar la estatuilla.

—¿Y cómo puedo pagarle por esto? —pregunté.

—No te preocupes —respondió con calma—. Como devoto de Han, el Oscuro, siento que esto será útil y grato para mi señor. Ese es pago suficiente para mí.

Rogers arrancó una hoja de la libreta y me la entregó. Según me explicó, debía repetir la frase que había anotado cada noche antes de dormir. Era una frase extraña; quise saber si estaba en quechua, ya que él era peruano, pero me dijo que aquello era mucho más antiguo, algo que había influido incluso en las raíces del quechua. Añadió que la primera línea era una transcripción gramaticalmente correcta y la segunda, una transcripción fonética para ayudarme a pronunciarla. En la hoja decía:

«Iä Ha'henn'eh cf'ayak'vulgtmm, vugtlagln vulgtmm

Pronúncielo: Iyá Jajené cefayak vulgutún vugetelagel vulgutún»

Al salir de su consulta, caminé hacia la plaza, guardando la vela en mi cartera. Me sentí bien después de aquello, como si, tras tantas tristezas, por fin tuviera un poco de esperanza. Cuando llegué a casa, me pregunté qué plato debía prepararle para la noche; no tenía idea, pero el simple hecho de pensar en ello me hizo sonrojar, como si tuviera que preparar la cena para mi hijo. No había mucho en la cocina, así que tomé una lata de atún y la licué. Me quedé un rato leyendo sobre los beneficios del atún, pero luego me entró sueño, así que hice lo que Rogers me había indicado.

Al sacar la vela de cera, noté que no tenía mecha, así que en su lugar puse una velita de té, como la que vi en casa de Rogers. Me recosté de lado, contemplando aquella figura de cera sin rostro, pero tan hermosa. Las alas parecían raíces de árbol en crecimiento. Pensé que quizás era mi propio árbol el que empezaba a florecer ahora. Recité la frase que me enseñó Rogers, tratando de memorizarla: «Iyá Jajené cefayak vulgutún vugetelagel vulgutún». Entonces me dormí.

En el sueño, me encontraba en una habitación a oscuras, tenuemente iluminada. Estaba acostada en una cama con sábanas blancas. De pronto, oí el llanto de un bebé, ¡mi bebé! Me levanté rápidamente, todo se sentía tan hermoso, mis pies ligeros.

—¡Ya voy, mi pequeño! —exclamé— ¡Mami ya va!

Caminé por interminables pasillos de negrura. Aunque la oscuridad se sentía densa, yo me sentía feliz, casi flotando. Finalmente, lo encontré. Al verlo, se me partió el corazón. Estaba en una esquina, casi desnutrido, sin piel, pero ¡qué alto era mi muchacho! Al verme, se calmó. Estaba iluminado por la velita que le dejé, y me di cuenta de que señalaba al plato de atún. Debía de tener hambre... y se veía tan delgado.

—¿Tiene hambre mi bebé? —le pregunté, mientras me arrodillaba para recoger el plato de atún.

Le di de comer durante horas; había leído que el atún ayudaba con las cicatrices, así que supuse que mi elección había sido afortunada. Cuando terminó de comer, se puso de pie. Solo verlo tan alto me llenó de orgullo.

—¡Eres tan alto! Espero que, cuando sea anciana, me cuides y caminemos juntos de la mano.

En ese instante, no pude contener las lágrimas, pero no eran lágrimas de tristeza, como las que había derramado en los últimos tres meses, sino de felicidad. Sin embargo, pronto me di cuenta de que esto parecía un sueño, era el reino de lo irrealizable, como lo describió Rogers. Pero, entonces, me giré y lo vi.

Era igual de alto que mi hijo, con una constitución robusta, aunque su piel era pálida y su cabello rizado. Sabía quién era: era Han, mi ángel, ¡el ángel! Comprendí que las raíces de la estatuilla representaban sus rizos dorados y, aunque no podía distinguir sus pies en la penumbra, sí pude ver que llevaba un manto multicolor.

—Sé lo que estás pensando —dijo con una voz tenue—, pero los sueños pueden hacerse realidad.

Me tomó de las manos; el simple contacto me hizo sonrojar. Me miraba fijamente y, aunque no podía verlo con claridad, sabía que su presencia era hermosa.

—Podemos hacer que vuelva a caminar entre los hombres —dijo mientras me acariciaba el cabello—. Debes ser como María con el Espíritu Santo, solo que la semilla la plantaremos los dos.

—¿Será nuestro bebé? —pregunté, girando lentamente hacia mi hijo, que sonreía con sus grandes dientes en una esquina.

—Algo así.

Intenté darle un beso al ángel, pero se apartó.

—Debo dártelo yo —dijo.

—¿Por qué? —le pregunté.

En ese momento, las luces se apagaron. En su lugar aparecieron estrellas de todos los colores, es decir, estrellas negras, que se extendieron formando un manto tanto a mis pies como en el cielo.

—Porque sé todo lo que aman, sé todo lo que sienten, sé todo lo que los hace verdaderamente humanos. Sé incluso cuáles son sus mayores temores. Esos son los misterios que solo el gusano puede conocer —dijo el ángel, desvaneciéndose en la oscuridad.

Desperté con el corazón acelerado, entre lágrimas, pero llena de júbilo. Había sido uno de los sueños más hermosos que había tenido. Miré la mesita: la vela se había consumido por completo y el plato de atún estaba vacío, aunque con ligeras manchas, como si alguien hubiera comido de él. Y, en efecto, alguien lo había hecho: ¡mi hijo! Y, por supuesto, allí estaba: la estatuilla de cera de aquel ángel de mis sueños.

No podía creer que lo que vivía era real, pero sabía que lo era. Había algo en mi corazón que me instaba a creer, como si hubiera estado ciega por mucho tiempo y finalmente tuviera un guía que me ayudara a transitar la oscuridad.

Le envié un mensaje a Rogers, pero no llegó; asumí que era muy temprano. Entonces decidí buscar el nombre de mi ángel en Google, o al menos el nombre que me había dado Rogers. Escribí en el buscador: «Han el Oscuro». Los resultados fueron numerosos, la mayoría artículos académicos de universidades. Aunque no entendía mucho inglés, parecían tratar sobre antropología, por lo que pensé en consultar a mi primo, que estudia antropología en Valdivia y tiene inclinaciones peculiares. Sin embargo, encontré un artículo en un sitio que mencionaba que «Han es el nombre que los indígenas de Oklahoma dan a una entidad primordial de la oscuridad». No entendía del todo, pero al bajar en el artículo vi una imagen que no podía ser una coincidencia: era mi ángel, con sus hermosos rizos, envuelto en sedas doradas. Decía que era una estatua ubicada en una iglesia abandonada en Providence, Rhode Island. Me pareció curiosa y distante la conexión, dado que el curandero Rogers era peruano, pero planeaba visitarlo hoy para agradecerle y, con suerte, aclarar mis dudas.

Pasé toda la mañana reflexionando sobre el sueño y el ángel, apenas sentía apetito debido a los nervios, pero me reconfortaba saber que el nerviosismo era por algo positivo, en lugar de la tristeza acumulada. Tomé mis cosas y, casi por instinto, antes de salir me santigüé y recité: «Iyá Jajené cefayak vulgutún vugetelagel vulgutún», buscando sentir que iba con su bendición.

Cuando llegué a la casucha de Rogers, lo encontré sonriente, fumando lo que parecía un habano. Apenas me vio, me saludó y yo le devolví el gesto. Luego, fue a abrirme la puerta.

—¡Señorita! —exclamó— ¿Cómo le fue?

—¡Oh, Rogers! —dije en un susurro— Ni te lo imaginas.

—Ya me contará —dijo invitándome a pasar—. Entre, entre.

Al entrar, la casa no había cambiado mucho desde la primera vez que la visité. Me senté en la silla junto a su escritorio y él en su lugar habitual.

—¿Y bien? —preguntó mientras daba una calada a su puro— ¿Qué ocurrió?

—¡Lo vi! ¡A mi hijo! Pero no solo lo vi a él, también vi a Él… —dije señalando la estatuilla— Necesito que me cuentes más sobre Han.

El anciano rió.

—Cualquiera que te escuche pensaría que estás enamorada —se inclinó hacia adelante—. ¿Te aceptó?

—Bueno… me habló sobre nuestro hijo y…

—¿Nuestro? —dijo el anciano, mostrando su alegría— ¡Entonces funcionó!

En ese momento, el anciano comenzó a aplaudir. Me sentí un poco incómoda, pero supuse que simplemente estaba celebrando el éxito de su consultoría mágica.

—Quiero que me cuentes más sobre Han —le pedí—. ¿Lo veneraban en Perú?

—No exactamente… Mira, te contaré:

» Vengo en realidad de la frontera con Paraguay, donde llegaron los primeros misioneros jesuitas a Sudamérica. Pertenecemos a una clase de gente que no encontrarás en enciclopedias ni aprenderás en las escuelas. Teníamos ciertas similitudes con los quechuas y otros pueblos cercanos, pero también diferencias notables. Para nosotros, Hanan Pacha era un adversario de Viracocha, superior en gloria y esplendor. Mientras Viracocha surcaba los cielos, Hanan Pacha era el firmamento mismo, el lugar donde se posaban las estrellas que contemplábamos cada noche al sumirnos en sueños.

» La historia cuenta que, cuando los jesuitas llegaron, nuestra cosmovisión les pareció similar a la suya. Sin embargo, nuestras Matriarcas no creían que Jesús de Nazaret tuviera relación alguna con Hanan Pacha. Entonces se les habló del Arcángel Gabriel y se les mostró un ídolo de yeso que hoy se encuentra en algún museo en Lima. Al ver esa figura, las Matriarcas dijeron que ese era Hanan Pacha, y los jesuitas empezaron a referirse a él como “Han”.

» No teníamos problemas en convivir con los jesuitas. Eran diferentes a otros europeos y sacerdotes; respetaban nuestras creencias y se interesaban por ellas, además de ayudar a la comunidad. No obstante, empezó una campaña de expulsión y persecución de los jesuitas en América. Mi madre me contaba que, en el Virreinato del Perú, nuestra gente fue condenada por no abrazar completamente el cristianismo y por continuar adorando a Han, a quien los colonizadores llamaban «el Oscuro».

» Así que decidimos preservar nuestro credo, fruto de la unión entre los jesuitas y nuestra gente, en tres pueblos. Los que permanecieron en el altiplano continuaron adorando a Hanan Pacha, llamándolo simplemente Han. Se nos entregó un libro que contenía todos los misterios del Cielo, la Tierra y lo que hay sobre y bajo ella; era la fuente de nuestro credo, dictado por revelación divina a un noble caballero cruzado del siglo XIII.

» El segundo pueblo fue enviado al Norte, al actual territorio mesoamericano, donde se les instruyó en los misterios de las serpientes. El tercer grupo fue al Este, a lo que hoy es Brasil, y se les enseñó el misterio de las ánimas y cómo comunicarse con ellas. A pesar de la separación, los tres pueblos mantuvieron un credo similar, esperando algún día venerar a nuestros dioses sin la persecución de los cristianos.

» Con el tiempo, la religión establecida se volvió más cuestionable, especialmente en América, y nuestro culto ganó más libertad. Uno de nuestros miembros en Norteamérica contactó a un estadounidense, de apellido Bowen, quien fundó La Iglesia de la Sabiduría de las Estrellas, con una copia original del manuscrito del caballero cruzado. Nuestras redes se expandieron, pasando de generación en generación, y aquí estamos. Se cree que algún día la bóveda celeste volverá a brillar con el esplendor de antaño, y nuestros dioses vendrán, libres y altivos, permitiéndonos adorarlos sin los temores impuestos por los profanos».

Escuché el relato con atención, aunque sentía que le faltaba algo de contexto. Supuse que Rogers lo narraba de manera rudimentaria debido a las tradiciones de su pueblo, pero mi curiosidad persistía. Me agradaba saber que los jesuitas habían considerado a Han como un ángel; mi sueño no había sido en vano y, tal como me había dicho, ahora podría traer a nuestro hijo.

—¿Qué debo hacer ahora? —pregunté con gran curiosidad a Rogers.

—Debes seguir dándole de comer —dijo con firmeza—. Se te seguirá apareciendo en sueños. Yo no puedo ayudarte más allá de esto; siento que ya cumplí mi deber.

—Estoy muy agradecida —le respondí con algo de resignación, ya que sentía que necesitaba más orientación—. Pero, ¿realmente no hay nada más que pueda hacer?

El anciano movió la cabeza en señal de negación.

—Nada. Debes seguir dándole de comer y dejar que él sea tu guía. ¿No te has olvidado de la letanía?

—¿Letanía? —pregunté.

—La oración que te pasé.

—¡Ah! No, la tengo memorizada, es...

Me interrumpió con firmeza.

—No la digas aquí; no es seguro.

Me levanté y me despedí del anciano, quien me deseó toda la suerte del mundo. Al salir, una profunda alegría me invadió, similar a la que había sentido en las consultas médicas durante el embarazo. Esperaba volver a ver a Rogers en algún momento. Fui a tomar un café en el centro de la ciudad, pensando en escribirle a mi primo, que estudia Antropología en la Universidad Austral. Sin embargo, no quería que mi familia materna se enterara de nada. Me sentía algo deprimida y sola, pero justo entonces lo sentí: ¡el primer golpecito cerca de mi estómago! ¿Cómo era posible? Di un par de sorbos al café apresuradamente y me dirigí al supermercado a comprar comida para el niño.

Recorrí los pasillos del supermercado, sin saber exactamente qué comprar. No quería darle una dieta basada solo en pescado, así que compré una cantidad prudente de atún enlatado. Luego recordé que mi abuela solía decir que el hígado de res era muy saludable para los infantes, así que adquirí varias piezas. Pedí un Uber para que me llevara a casa. Al bajar del Uber con las bolsas del supermercado, entré en mi casa, dejé las bolsas en la mesa y las fui ordenando en el refrigerador. Me dirigí a mi habitación y allí estaba: la estatuilla de Han. Me sentía como una niña, deseando que llegara la noche para soñar con él de nuevo.

Sin embargo, me sorprendió ver que el plato donde había dejado el atún la noche anterior estaba cubierto de lo que parecían gusanos rojos. Sentí un asco profundo, pero supuse que era culpa mía por haberlo dejado allí. Tomé el plato con cuidado para no ensuciar a Han y lo tiré al basurero. Luego me puse a preparar el alimento para la noche.

Mientras molía el hígado de res en la licuadora, una idea brillante surgió en mi mente: mudarme a Valdivia. Mi vida ya había sido desmoronada y sentía que era el momento de dejar Nueva Baviera atrás. No planeaba llevarme muebles ni nada por el estilo; quería empezar de cero con los pocos ahorros que tenía, para brindar un buen futuro a mi hijo. Compré un pasaje en bus para mañana antes del mediodía. Ya estaba decidida, sin intenciones de contarle a nadie. Esta vez se trataba de mí, de nosotros: la madre, el hijo y el espíritu santo que era Han. Además, pensé que podría visitar la Universidad Austral para investigar más sobre el culto; estaba segura de que en la Facultad encontraría algo.

Dejé la papilla de hígado frente a la estatuilla del ángel y me acosté, ansiosa por soñar. Pronuncié el mantra que Rogers me enseñó: «Iyá Jajené cefayak vulgutún vugetelagel vulgutún» y, en pocos minutos, ya estaba dormida.

Esta vez, el lugar estaba iluminado por unas luces similares a las de una oficina. Yo estaba recostada en unas sábanas blancas y llevaba un vestido rojo. Comencé a caminar por pasillos interminables de paredes blancas y suelos que parecían de tela.

—¡Hijo! ¡Hijo! —exclamé— ¿Dónde estás?

Una risita se escuchó a lo lejos.

—¡Voy por ti! —le respondí.

De repente, algo me tocó la espalda y me dio un escalofrío. Al voltear, vi que era mi ángel.

—Veo que ya llegaste —dijo con ternura, tomándome la mano—. Ha pasado casi una eternidad, aunque sé que en tu mundo es diferente. Ven, vamos a ver a… tu niño.

De nuevo, todo se tornó oscuro. Era guiada solo por mi ángel y por una pequeña luz en la distancia. Me sentía como si levitara y era como si todo el vello de mi cuerpo se me erizase. Llegamos a una habitación iluminada por la velita de té que había dejado junto a la comida. Allí estaba mi hijo, y unos hombres de piel roja le estaban colocando la piel mientras él reía.

—¿Quiénes son ellos? —pregunté, asombrada.

—Son nuestros sirvientes —respondió—. Se están encargando de preparar al niño para ti, ya lo han alimentado —dijo, señalando un plato vacío a un lado—. Por mi parte, puedo decir que te has mostrado muy devota en tu misión.

En ese momento, me abrazó y colocó su delicada mano en mi piel, que ardía como si fuera fuego.

—Llegó el momento —me dijo.

Se acercó y me dio un beso, uno de los mejores que había recibido en mi vida. Sentí una oleada de calor y puse mis brazos alrededor de su cuello, dejándome llevar. Al principio, pensé que todo se estaba volviendo más apasionado y que lo que percibía era su lengua. Pero, poco a poco, comencé a sentirla más profundamente, descendiendo por mi cuerpo hasta llegar al vientre. Una serie de descargas eléctricas recorrieron mi ser, mientras me dejaba llevar por una sensación que no comprendía del todo. Estaba hipnotizada, perdida en aquel beso.

Cuando finalmente nos separamos, me di cuenta de que tenía mucha saliva en la boca, la cual me limpié rápidamente con la manga.

—¿Qué fue eso? —pregunté, todavía algo aturdida.

—¿No te gustó? —respondió con una sonrisa— He depositado la semilla.

—No digo que no me haya gustado, pero fue... raro. Aunque sí, me gustó mucho —admití, sonrojada y tratando de contener la emoción.

—Eso supuse —dijo, llevándose la mano al mentón—. Mañana viajarás a una nueva ciudad. Me parece ideal que empieces una nueva vida para esta empresa.

Lo miré con preocupación por un instante. Sentía una punzada de tristeza al pensar que tal vez nunca podría criar a nuestro hijo en su mundo, junto a él.

—No pienses eso —dijo, como si hubiera leído mis pensamientos—. Las cosas no son como imaginas, pero todo irá bien, lo percibo. Solo míralo.

Señaló entonces a nuestro hijo, que ya estaba completamente cubierto por las pieles que los pequeños hombres de piel roja le habían puesto. Era increíblemente alto, y el orgullo por mi muchacho se desbordó en mi interior. Sin embargo, algo me inquietaba: las pieles no parecían formar una unidad. Parecía que habían elegido diferentes fragmentos de varias personas para cubrir su cuerpo: una nariz de alguien, una boca de otro.

—No te preocupes por eso —dijo Han, riendo—. En tu mundo, las cosas se reflejan de otra manera. Ahora, despierta.

Abrí los ojos y desperté de golpe. Eran las seis de la mañana, y el mareo típico del embarazo ya comenzaba a apoderarse de mí. El plato junto a la estatuilla estaba vacío nuevamente, pero Han seguía allí, distante, quizás un poco impasible. Aun así, algo en su firmeza me reconfortaba. Sentía que era el tipo de hombre que siempre había necesitado: uno que actuaba con responsabilidad.

Me levanté entonces, lista para ducharme y preparar las cosas para el viaje a Valdivia.


II


Llegué a Valdivia pasado el mediodía. La verdad es que me sentía un poco desorientada; por un momento, creí que todo había sido muy improvisado. Sin embargo, estaba decidida a empezar una nueva vida con nuestro hijo. El viaje fue tranquilo, aunque tenía un fuerte dolor de cabeza. Asumí que era parte del embarazo. Durante el trayecto, revisé Booking para arrendar una cabaña de madera donde me hospedaría al menos por unos días.

Valdivia había cambiado mucho; casi no parecía la ciudad que conocían mis padres. Parecía que la plaga de caribeños había llegado incluso al sur del país. Pero bueno, supongo que debíamos seguir cumpliendo la promesa de ser chilenos honrados y trabajadores, aunque ellos ni siquiera fueran chilenos legalmente. Recorrí la Avenida Arturo Prat con desconfianza, observando el río Callecalle. De nuevo, me sentía despistada, y más aún por el hecho de estar quizá embarazada, así que decidí ir directamente a lo que me traía aquí: iba a la Isla Teja para consultar en la Facultad sobre Hanan Pacha. Mientras caminaba, decidí tomar un taxi, ya que no pensaba usar el transporte público.

Fue entonces cuando, como si se tratara de alguna clase de augurio, lo vi sentado, tomando una lager artesanal en el patio de una cervecería. Al principio no lo reconocí, se veía tan cambiado… siempre fue el raro del curso; todos lo evitábamos porque pasaba el tiempo hablando de dioses y demonios, y no negaba practicar magia negra. Era un tipo muy raro, pero ahora se veía diferente: maduro y hasta saludable. Me acerqué con cuidado, quería que me viera primero, pero seguía inmerso en su propio mundo.

—Disculpa —le dije nerviosa—, ¿Eric Krause?

Se volteó a mirarme, asombrado, con un poco de espuma de cerveza en el bigote. Me observó casi a la defensiva y respondió:

—¿Quién eres? Sí, soy Eric Krause. ¿Te conozco acaso?

Me sentí nerviosa. Creo que lo notó.

—Perdón si soné rudo —dijo suspirando—, no era mi intención asustarte...

—No, no —respondí rápidamente—, fue mi culpa por importunarte. Fuimos compañeros en la Austral. Yo estaba en Castellano, y tú parecías llevarte bien con mi amiga Paula.

Le dio un trago a su cerveza. Pensé que me pediría más detalles, pero, para mi sorpresa, se limitó a decir:

—¿En qué puedo ayudarte? Toma asiento —señaló la silla de enfrente—. ¿Te apetece una cerveza artesanal? Yo invito.

—No, gracias —dije sonriendo—, estoy embarazada.

Vi cómo abrió los ojos, incrédulo.

—¿Cuántos meses llevas, si no te molesta que pregunte? —dijo, y luego añadió— En ese caso, ¿te apetece un capuchino? ¿O quizá un frappé?

—Un capuchino está bien —dije mientras me sentaba—. La verdad, tu ayuda me vendría muy bien, Eric. Justamente tiene que ver con este embarazo.

—¿De verdad piensas que hago abortos? —dijo, agachando la vista hacia mi estómago— Parece que lleva poco tiempo, es ideal para...

—No, no —lo interrumpí—, no es para un aborto. Veo que sigues siendo igual de desatinado.

En ese momento, Eric llamó al camarero y le pidió el capuchino para mí.

—¿Y de qué se trata entonces? —me preguntó— No nos vamos a andar con medias tintas. Dejé este lugar hace bastante tiempo, y supongo que la imagen que tienes de mí es exactamente la que imagino.

—¿Cuál sería esa? —pregunté, sintiéndome tonta.

—Que soy ocultista —dijo, tomando un sorbo de su cerveza—. Lo dejé, ya no lo practico, ni mucho menos me interesa.

En ese momento me trajeron el capuchino; di las gracias y seguimos conversando.

—Mira —dije, abriendo mi bolso—, si seguimos así, vamos a estar toda la tarde con rodeos. De casualidad, ¿te resulta familiar esto? —le mostré el ídolo de Han que tenía guardado en el bolso.

Eric abrió los ojos y noté que sus piernas temblaban. Le dio un buen trago a su cerveza, tratando de acallar su nerviosismo. Casi acto seguido, sacó una tira de pastillas de su chaqueta y tomó una ayudándose con el escaso líquido que quedaba en la botella.

—¿Dónde lo encontraste? —me preguntó, visiblemente inquieto— ¿Tienes la más mínima idea de lo que es?

—Es el ángel Han, de los indígenas. Simboliza el cielo y las estre...

Me interrumpió con una risa que rayaba en lo molesto. Se inclinó y susurró:

—¿Quién te dijo todo eso? ¿Has estado leyendo esas tonterías new age? ¿O te has puesto a leer los artículos del profesor Alvarado? Parece que hay una obsesión ahora por reivindicar lo primigenio de esos indios —dijo, escupiendo al suelo—. Lo que tienes ahí es un fetiche, ni más ni menos. Me llama la atención la figura, parece una mandrágora, pero es la visión distorsionada que los indios y el new age tienen de Han, el Oscuro.

En ese momento, sentí que se me helaba la piel.

—¿Entonces conoces a Han el Oscuro? —le pregunté, llena de curiosidad— ¿Qué sabes de él?

Estaba segura de que Krause me daría un enfoque más académico y certero sobre el origen de mi ángel.

—Primero que nada, no es un ángel —dijo con cierto aire dramático—, pero supongo que podría parecerse a uno. Ha habido una controversia histórica sobre un posible pueblo en el altiplano de Perú que, según dicen, veneraba a esta deidad y que luego se sincretizó con San Gabriel cuando llegaron los jesuitas. Sin embargo, todo esto son teorías de académicos poco rigurosos que no se ponen de acuerdo con las fechas, como Felipe Alvarado y el colgado de Sergio Fritz. Yo te voy a contar, en cambio, lo que sí está confirmado y no son teorías, ya que yo mismo consulté el grimorio en el que se encuentra la referencia más antigua a Han el Oscuro:

» Lo que te puedo contar es lo que saben los cultistas occidentales y que considero más fidedigno. Ya conocerás a Reccaredus Magnus, pues la copia original en flamenco del Liber Veneris se encuentra en la Universidad Austral. Sin embargo, hubo un brujo, siguiendo la línea del polímata renacentista Magnus, que lo inició en todas las artes de la alquimia y la nigromancia. Su nombre era Ludvig Prinn, quien, curiosamente, era flamenco. Participó en la Novena Cruzada en 1271. En las enciclopedias leerás que fue capturado por los sirios, pero no es así. Ludvig Prinn ya había asimilado hace tiempo que el verdadero Dios no era por el que estaba combatiendo. En Siria, aprendió la taumaturgia, el arte o capacidad de hacer milagros, tras entrar en contacto con los djinn, entidades de la mitología islámica que no son exactamente ángeles, pero que coexisten con ellos. Los djinn rebeldes, abundantes, son llamados ifrits o marids según la región y su vínculo con la tierra, siendo estos seres elementales. Para no confundirte, podríamos decir que son lo más cercano a demonios, aunque, citando a Iblis, fueron creados del fuego, mientras que el hombre fue creado del barro. Esta frase es una de las razones por las que los djinn se rebelaron según el Islam. Ludvig Prinn recorrió todo Medio Oriente y adquirió un sinfín de conocimientos, pero no habría sido capaz de hacerlo sin los djinn. Usando ciertas artes que le enseñaron los sirios, y que estos mismos habían robado a los kurdos, logró aprisionar a los djinn para tenerlos bajo su control.

» Ya muy viejo, Prinn regresó a Europa, y ahí es donde los historiadores no se ponen de acuerdo. Hay registros de su juicio por brujería a finales del siglo XV e inicios del XVI, pero eso implicaría que Prinn habría alcanzado una longevidad que, aunque no me sorprende, prefiero no profundizar. Los djinn que adiestró, visibles solo para él, lo protegieron de los cazadores de brujas en su pequeña guarida en Bruselas, en unos restos de una tumba pre-romana. Sin embargo, fue apresado y, mientras estaba prisionero, redactó lo que sería conocido como el De Vermis Mysteriis, conocido en español como «Los misterios del gusano». Aunque Prinn fue quemado en la hoguera, el manuscrito se filtró entre los ocultistas de los alrededores, quienes lo vigilaron de cerca. La muerte de Prinn lo martirizó, y fue cuestión de tiempo para que copias del De Vermis Mysteriis comenzaran a circular clandestinamente. La Iglesia condenó el manuscrito y persiguió cada copia existente; hoy en día solo se conocen quince manuscritos originales, algunos en la Universidad de Miskatonic en Massachusetts y otras versiones en dialectos como el frisón en la Universidad Privada Gustavo Adolfo Bécquer de Madrid. Yo mismo pude hojear una de ellas.

» El grimorio consta de una serie de encantamientos y rituales para dominar y controlar a estos djinn, que, esto ya te lo aclaro, no tienen la apariencia humanoide que podrías imaginar. El resto del contenido incluye menciones a los tres dioses de la adivinación: Yig, Byatis y Han, quien es referido a menudo como «el Oscuro». De Yig se ha escrito suficiente; muchos antropólogos mexicanos y estadounidenses, como el destacado profesor Robert H. Barlow, documentaron el culto de esta deidad serpiente adorada en Mesoamérica. De Byatis no sé mucho, salvo que está relacionado con cultos primitivos de las Islas Británicas, algo que siempre me ha generado cierto rechazo. En cuanto a Han, debo decir que sé más de lo que cabría de esperar, en parte gracias a ciertas investigaciones en las que tengo el dudoso honor de haber participado, coordinadas por un grupo de antropólogos de la Universidad Gustavo Adolfo Bécquer en Madrid. Efectivamente, Han guarda relación con el culto indígena al Hanan Pacha, lo cual no me sorprende; estos seres han estado aquí mucho antes de que el hombre existiera. Aun así, sería el mismo discípulo de Ludvig Prinn, el célebre Reccaredus Magnus, quien redactaría algunos versos en el infame Liber Veneris sobre la naturaleza de Han, vinculándolo con otros panteones de los cuales se tiene más información. No lo recuerdo bien, pues trato de no hojear el Liber Veneris con demasiada frecuencia, por miedo a deteriorar aún más mi salud mental. Sin embargo, te puedo decir que Reccaredus Magnus hace referencia a un lugar conocido como Tíndalos, que sería algo así como una prisión en la cual se encontraría contenido junto a otras deidades de similar naturaleza. De Tíndalos no sé mucho, sin embargo, tienes que entender que estos dioses son algo diferentes a los de las demás cosmogonías. Por intentar sistematizar un poco, se podría decir que la división en la que se encuentra Han es la de los llamados «Primigenios», o, al menos, eso dicen los de la Miskatonic. Para que me entiendas, estos «Primigenios» vendrían siendo unas entidades sobrenaturales que se encuentran prisioneras, esperando a que nosotros, los humanos, seamos quienes los liberemos. De este modo, podrían hacer que el orden de las cosas volviese a ser como era un principio, con ellos en la cúspide y los demás seres en servil obediencia hacia sus caprichos y mandatos.

» Con el auge del new age y la normalización de las prácticas ocultistas, comenzaron a circular por ahí, en los años noventa, ciertos papers en los que se trataba de sintetizar y armonizar un popurri de tradiciones. Algunos de ellos explicaban cómo preparar ciertos objetos rituales vinculados a Han. Uno de ellos sería la estatuilla que tienes ahí, que es usada por tarotistas, pitonisas, y demás charlatanes como «guía» para sus adivinaciones. Eso es todo lo que puedo decirte, espero haber resuelto tus dudas.

Escuché el relato con atención, pero no pude evitar que se me erizara la piel. No sabía si lo que contó Krause era objetivo o no, pero era más crudo que lo que me había dicho el viejo Rogers, quien lo pintó como algo más benigno. Intenté disimular mi nerviosismo; lo que más me inquietaba era el hecho de que Krause mencionó que las entidades como Han buscan regresar a la Tierra. Quería hacerle más preguntas, pero tenía miedo. Por un momento, incluso me olvidé del niño que llevaba en mi vientre y no estaba segura de si debía contarle a Krause todo lo que había vivido.

—Y, ¿a qué se debe esta repentina curiosidad? —me preguntó, con un cierto aire de mofa— ¿Estás acaso practicando brujería?

—No, no —respondí, dando unos sorbos a mi capuchino, que ya estaba por terminar—. No es nada importante.

Krause me miró de reojo mientras sostenía la estatuilla que le había mostrado. Sentía que él podía percibir que estaba involucrada en algo extraño. No tardó en confirmarlo cuando dijo:

—Me gustaría ayudarte, pero estoy tratando de mantener un perfil bajo. Aun así, el indio de Felipe Alvarado ahora es profesor de antropología en la Universidad Austral y es curador, ni más ni menos, de la copia del Liber Veneris —dijo, escupiendo al suelo.

—¿Y qué puedo hacer yo con eso? —pregunté, con una cierta curiosidad.

—No lo sé —respondió, mientras le hacía un gesto al camarero para pedir la cuenta—, pero creo que consultar los versos de Reccaredus Magnus podría ayudarte a saber más sobre ese «ángel» del que tanto me hablas

Krause sacó un cigarrillo y se lo llevó a la boca. Por un momento me sentí frustrada y confundida. La verdad es que había recibido demasiada información de golpe, y lo que había vivido en sueños no ayudaba. Sentí mareos por el embarazo nuevamente y ya empezaba a temer que me sobreviniera una migraña.

Krause pagó la cuenta y se despidió de mí con amabilidad. Nos separamos, tomando diferentes caminos. Yo iría a la Isla Teja, ya que, incluso aunque decidiera no pasar por la Universidad Austral, la cabaña que arrendé estaba allí. Tomé un taxi, ya que me pareció una opción más rápida y directa que optar por otro medio de transporte público.

Mientras iba en el taxi, pensaba en todo lo que Krause había dicho sobre los djinn. Supuse que se refería a los famosos genios de la lámpara. ¿Era posible que Han fuera uno de ellos? ¿Acaso me estaba usando? Todo esto me revolvía el estómago, si es que no eran los golpecitos de nuestro niño los que me incomodaban.

El taxi me dejó a las afueras de la zona de cabañas. Fui a buscar a los dueños, para que me dieran la llave de la que sería, por un tiempo, mi casa. No les di mucha información, en parte porque ellos tampoco preguntaron demasiado. Al entrar a la cabaña, vi que estaba bien equipada, con una habitación con cama matrimonial, una estufa eléctrica y una cocina. Todo lo necesario. Dejé la estatuilla de Han en el velador junto a la cama y me recosté, cansada y agobiada. No me di cuenta de que cometí un error, y es que me quedé dormida sin dejarle comida al niño. Pensé que no importaba, ya que no era de noche. Pero me equivoqué.

En el sueño, estaba en la misma habitación de siempre, pero esta vez no había iluminación alguna. Me levanté de la cama, como por instinto, pero algo me tomó de la rodilla, apretándola y arrastrándome en la oscuridad, haciéndome caer contra el suelo.

—¡¿Han?! ¡¿eres tú?! —exclamé.

Solo escuché llantos de bebé.

—¡¿Hijo?! —exclamé al vacío.

Entonces comencé a sentir pasos y, finalmente, vi su rostro frente al mío. ¡Era mi hijo! Ya era todo un hombre, aunque me dio la impresión de que era demasiado alto y casi raquítico. Nuevamente parecía desnutrido.

—Hijo mío, ¿estás bien? —le pregunté.

—HAMBRE —exclamó con una voz gutural que me llenó de terror.

En ese momento, me cogió con fuerza de los brazos y me puso frente a él. Yo estaba aterrorizada y solo quería despertar. Abrió su mandíbula de forma desproporcionada y me engulló. Ardía mucho, dolía. Iba a devorarme por completo; sentí cómo cerraba sus dientes, hiriendo mis piernas y brazos. Finalmente, escuché un rugido y desperté de golpe.

Me levanté de la cama con un profundo malestar y la espalda humedecida por los sudores fríos. Fui al baño, pensando que iba a vomitar, pero no fue así. Mientras me miraba en el espejo, muy asustada y tratando de asimilar todo, sentí que se me mojaba el pantalón. En ese momento supe lo que había pasado. Me bajé los pantalones para ver, aunque ya sabía bien lo que había ocurrido: se había roto la placenta. Mientras miraba mi entrepierna, alcé la mirada en el espejo y ahí estaba, Han.

—¡Han! —exclamé, golpeando el espejo—. ¡Amor mío! De verdad lo siento, yo...

—Tranquila —dijo con una voz que me transmitía mucha calma—. Es normal; todo lo que está pasando es normal. Hasta Cristo tuvo dudas. No te preocupes, el camino está preparado. Ya pronto vendrá.

—¿Vendrá? —le pregunté— ¿Te refieres a nuestro niño, Han? ¿Quién viene?

En ese momento, vi cómo se alejaba en otra dirección, desapareciendo en el interior del espejo.

—¡Han! —dije entre lágrimas— ¡Han!

Pero no sirvió de nada. Me di una ducha entre lágrimas, sintiendo mucho dolor. Me vestí y vi la hora; eran las tres de la mañana, pero no podía dormir. Decidí terminar con esto; iría a la Universidad Austral y, luego, trataría de conseguir un médico como fuera. Preparé café y, en caso de que me llegase a quedar dormida, dejé un plato con queso junto a la estatuilla de Han.

Por un momento, sentí odio hacia él, pero en el fondo algo me hacía amarlo más que a nada en el mundo. Pensé en mi ex pareja, pero era evidente que él no creería en nada de esto. Entonces, recordé a Eric Krause. Lo busqué por Facebook, pero no lo tenía. Sin embargo, para mi sorpresa, tenía Twitter. Le dejé un mensaje directo esperando que lo viera. Media hora después, lo vio.

Le conté que no le había dicho toda la verdad y que necesitaba ayuda con el asunto de Han. Dijo que estaría en Valdivia por poco tiempo. Yo le expliqué que solo quería que me acompañara a la Universidad Austral, que era urgente. Me pidió que esperase un momento. Quince minutos después, volvió con un mensaje que decía: «¿Te preñó?». Le respondí con un simple «SÍ». Estaba segura de que ya estaba al tanto de lo que pasaba. Me dio su WhatsApp y me pidió mi ubicación. Se la envié y dijo que haría lo posible por ayudarme, pero que no esperara maravillas.

Sentí cierto alivio y decidí esperar a Krause. Mientras tanto, debía mantenerme despierta a pesar de que mi cabeza daba vueltas. Debía mantener la calma; sentía que pronto todo esto se resolvería. Pensé en lo que me dijo Han cuando lo conocí, lo de María. ¿Era posible que Eric Krause fuera una especie de José? ¿O quizás un Rey Mago? No, no, estaba desvariando. Nada de esto tenía sentido. Por el momento, solo me quedaba conservar la calma y esperar.


III


Estaba esperando a Eric cuando me di cuenta de que tenía marcas en los brazos y en las piernas, como si un perro o un gato me hubiera mordido. ¿Eran acaso las marcas de los dientes de mi niño? Ardía demasiado y aún era incapaz de comprender por completo todo lo que estaba pasando. Fue entonces sentí un fuerte dolor en el vientre y, al subir mi blusa, vi que había comenzado a aparecer tímidamente un bulto. Estaba asombrada y no pude reprimir una lágrima de felicidad, pese a que una parte de mí ya sospechaba que estaba cayendo en una suerte de autoengaño. En ese momento llamaron a la puerta. Me bajé la blusa y fui a abrir; era Eric.

—¿Estás bien? —preguntó— Pareces hecha una mierda.

El comentario me hizo reír un poco. Lo invité a pasar y vi que traía consigo un maletín. Se sentó en el sofá.

—¿Quieres un café? —le pregunté.

—No, pero sí me gustaría que me acerques un tazón. ¿Te molesta si fumo?

—No, para nada.

Fui a buscar un tazón, asumiendo que lo iba a usar de cenicero. Se lo puse en la mesa frente al sofá y me senté junto a él.

—Aunque preferiría haberlo evitado, consulté mi edición del Liber Veneris —dijo mientras abría un lado de la chaqueta y mostraba un pequeño libro negro—. Es una copia familiar. Después de hacerlo, les hice un par de preguntas a unos amigos de España y, una vez que lo hube asimilado todo, no me fue difícil darme cuenta de que ese embarazo del que hablabas tenía que ver con esta… particular situación —en ese momento sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió—. ¿Hace cuánto que pasó? Ya sabes, lo de Han.

—No más de tres días —le respondí—. Yo...

—Sé lo de tu hijo muerto —dijo, interrumpiéndome—. Vi una noticia sobre una misa en su nombre mientras te investigaba. Asumo que quisiste hablar con él o algo así. Curioso, porque sé por fuentes fiables que ese peruano de mierda, Rogers, se estableció en Nueva Baviera hace un par de meses.

—¿Conoces a Rogers? —le pregunté asombrada— ¿Y me investigaste?

—Sí… y sí —dijo dando una calada a su cigarrillo—. Ya me olía raro; a Rogers lo tenemos fichado por sus vínculos con una rama extremista de...

Hizo una pausa.

—Bueno, eso no es lo importante ahora. ¿Qué te dijo? O, lo que es más importante, ¿qué te hizo el Oscuro en sueños? ¿Pudiste ver el lugar en el que estaba?

En ese momento, traté de contarle todo con lujo de detalles. Fue inevitable que se me escapara alguna lágrima.

—¿Y dices que ahora se te rompió la placenta? —comentó asombrado— Mira, si no estuviera loco no me creería nada de esto, pero he visto tantas cosas raras que sé que, incluso en la locura, hay algo de realidad. ¿Has ido a un médico?

Negué con la cabeza.

—Incluso si todo esto es parte de tu imaginación, lo que me cuentas me hace pensar que deberías ver a un médico cuanto antes —dijo, abriendo su maletín—. Con respecto a los sueños, esto te ayudará a dormir. Necesitarás descansar un poco antes de que hagamos nuestra visita a la Universidad Austral.

Me mostró lo que parecía una piedrita de mar, adornada con varios puntitos blancos que se asemejaban a perlas y que acababan formando algo similar a una estrella.

—Ve a dormir mientras sujetas esto con la mano —dijo, entregándome la piedra—. Te juro que esto te protegerá.

—¿Y tú qué harás? —le pregunté.

—Yo me quedaré despierto, fumando y soñando. No necesito dormir para soñar.

Acepté su propuesta, pues me encontraba cansada y había decidido confiar en él. Cuando estudiábamos juntos, siempre hablaba con mucho conocimiento y convicción sobre todo aquello que pudiese tener un trasfondo esotérico, así que quería pensar que sabía muy bien lo que estaba haciendo. Además, era consciente de que lo estaba haciendo desinteresadamente. Me retiré a la habitación y me recosté en la cama, mientras Eric sacaba una laptop del maletín y fumaba. Me quedé dormida viéndolo y, gracias a él, dormí tranquila y profundamente, sin soñar nada.

Eric me despertó con calma, en torno a las nueve de la mañana. Me preparó un desayuno de huevos y salchichas con café, un gesto que me pareció muy amable de su parte. Aun así, noté en su semblante la sombra de la preocupación.

—Iremos a la Universidad Austral —dijo suspirando—. A ver si el indio de Felipe puede ayudarnos con algo. Después de eso, te acompañaré al médico.

Tragué un sorbo de café y le respondí:

—Quisiera ir al médico sola, no quiero involucrarte más en esto.

Quise tomar su mano, pero vi que la retiró por reflejo.

—Te esperaré afuera —dijo con tono serio—. Recuerda llevar la estatuilla.

Asentí con la cabeza.

Al salir, vi un taxi esperando. Eric me hizo un gesto para que subiéramos y, una vez dentro, le indicó al conductor que nos llevase a la Universidad Austral, en la calle del Edificio Nahmías. Fuimos en silencio durante todo el trayecto; el taxista no hizo muchas preguntas. El bulto en el estómago me dolía, pero traté de disimularlo. No quería que Eric se diera cuenta.

Al llegar al Edificio Nahmías, entramos y caminamos entre mesas de estudiantes. La mayoría estaban vacías, pero unos pocos estaban allí, charlando y tomando café mientras sostenían sus libros. En una esquina, en una de las mesas, estaba el profesor Felipe Alvarado, de Antropología. Al vernos, se levantó casi asombrado por nuestra presencia, aunque incapaz de disimular una cierta molestia.

—Así que de verdad has venido… —dijo— ¿Y bien, Eric? Espero que esto valga la pena. Tuve que posponer una clase.

—Lo valdrá —dijo Eric con recelo—. ¿Te acuerdas de ella? Es...

—No, no me acuerdo de ella —replicó Felipe, con arrogancia—. Vamos al grano, Eric. Tomen asiento.

Noté que Eric adoptó una postura casi agresiva, apoyando sus manos en la mesa e inclinándose hacia su interlocutor. no podía culparlo, el profesor Felipe rayaba en lo petulante.

—¿Qué tienes para mí? —preguntó Felipe— ¿Te decidiste a donar la copia del Liber Veneris o...?

—Muéstrale —me dijo Eric.

Saqué la estatuilla y, al verla, el profesor Felipe dio un brinco, se puso de pie y alarmó a los demás, aunque trató de recuperar la compostura.

—¿De dónde la ha sacado? —preguntó asombrado—. ¿Puedo verla?

Se la entregué.

—Estos relieves parecen raíces. No tiene rostro… eso tiene sentido. Han es el reflejo mismo de nuestros deseos, del cielo mismo. El material del que está hecho parece cera de vela, pero estoy seguro de que está hecho con grasa humana; es lo más común entre los autóctonos del pueblo kiltú —afirmó.

—¿Sigues manteniendo esa farsa del pueblo kiltú? —dijo Eric, molesto— No hay evidencia histórica que lo respalde, ni siquiera esta estatuilla es prueba de ello; la pudo haber hecho cualquiera.

—Es demasiado similar a lo que encontramos en Árica, al norte de Chile. Actualmente hay algunos ejemplares en el Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú —dijo, jactándose—. Yo mismo gestioné las relaciones con los nativos kiltú.

El profesor Felipe no apartaba su atención de la estatua. En ese momento me dirigió la mirada:

—Señorita, no ha dicho nada, así que asumo que el señor Krause ya le ha lavado la cabeza con sus relatos, típicos de la mente occidental de un hombre blanco privilegiado —me entregó la estatuilla—. ¿Le interesaría escuchar la historia de los nativos kiltú?

—Ya hablé con un nativo kiltú… o eso creo —dije mientras tocaba disimuladamente mi bulto, que no dejaba de doler—. ¿Son del Perú?

—¿Me permite que le cuente? —insistió el profesor.

Eric me dio un ligero golpe con el codo y me susurró:


—Dile que sí para que se deje de joder...

Asentí con la cabeza, mirando al profesor. Entonces, comenzó su relato:

—No se sabía mucho de los kiltú hasta hace poco, cuando logramos contactar a algunos nativos que habitaban entre el altiplano de Perú y Bolivia. Como era común entre los pueblos amerindios, eran cocaleros y trabajaban la alfarería. La verdad resulta un tanto difícil separar al pueblo kiltú de los demás pueblos amerindios, pero no fue sino hasta que un investigador independiente, el señor Sergio Fritz, entró en contacto con uno de ellos.

» Lo que diferenciaba a los kiltú de los demás pueblos era, justamente, su cosmogonía. El señor Fritz llevaba años estudiando las tradiciones más profundas y esotéricas arraigadas en las diferentes culturas indígenas, algo digno de respeto. Convivió con ellos y notó que los grabados en sus cerámicas eran similares a algunos encontrados en el Tíbet y Mongolia, asociados con la mítica Meseta de Leng. Los kiltú son una etnia emparentada con los ya desaparecidos mayas, quienes, según cuentan, fueron los que emigraron al norte durante la «Gran División», con la expulsión de los jesuitas de América. Los kiltú se quedaron en Perú y Bolivia; se habla de un tercer pueblo, que posiblemente serían los guaraníes. Esto no está comprobado, pero hay historias en la tradición guaraní, con fuerte influencia cristiana, que dicen que los jesuitas otorgaron tres estatuillas a tres pueblos: una del diablo, una de Cristo y otra de La Muerte.

» Esta leyenda es muy similar a la que circula entre los kiltú, quienes afirman que los que fueron al norte llevaron el conocimiento de la serpiente, mientras que los que se dirigieron al este llevaron el conocimiento de las ánimas. Se compararon algunas cerámicas y artesanías kiltú con las registradas por Robert Hayward Barlow mientras estudiaba el culto a la serpiente Yig y otros dioses mesoamericanos, y era increíble la coincidencia, a pesar de la gran brecha histórica y temporal entre ambos pueblos. Los kiltú son bastante abiertos hoy en día con su tradición; se refieren a Han como «el Oscuro», pues así lo aprendieron de los criollos españoles mientras lo adoraban en secreto. No les resulta molesto ni lo consideran despectivo, ya que asocian la oscuridad con las estrellas y el firmamento, algo que no dista mucho de la cosmovisión primitiva que vinculaba a Han con el Hanan Pacha.

» La sociedad de los kiltú es matriarcal y suelen ser las mujeres quienes preparan a los chamanes mediante diversos ritos con plantas cuyo objetivo es ayudarles a dominar el arte de la adivinación y comprensión de los sueños. Este poder no es algo enteramente «propio», sino que depende de la guía que les ofrece Han, el Oscuro. Curiosamente, los cánticos usados en el ritual parecen ser una variante del naacal, al menos en cuanto a fonética, lo cual sorprendió incluso a los expertos. Me atrevo a considerarlo una auténtica revelación.

Escuché el relato con atención, pero me pareció que gran parte de ello carecía de bases. Me transmitía desconfianza, aunque había algo de verdad. Estoy segura de que el profesor Felipe hubiera seguido hablando, de no ser porque Eric dio un golpe en la mesa y dijo:

—¿Y Fritz te comentó sobre ciertos ritos kiltú semejantes a los practicados por los tcho-tcho de Leng, que involucran canibalismo? ¿O solo cuentas aquello que sirve para pintar una imagen favorable de estos indios?

El profesor Felipe rio.


—Indígenas, son indígenas. Por lo demás, decir que sobre la existencia del pueblo tcho-tcho no hay pruebas, más allá de que algunos supuestos antropólogos han querido conectarlos con el pueblo chaucha de Malasia. Y, antes de que me intentes contraargumentar diciendo que mencioné la Meseta de Leng, déjame decirte que bien sabes que de eso sí existen registros al respecto, aunque no se haya podido situar su ubicación exacta. Sí, es posible que en ella vivan realmente los tcho-tcho, pero eso no es garantía de que sean tan viles como dictan las malas lenguas.

En ese momento sentí un fuerte retortijón en el estómago, casi como si hubiera recibido un puñetazo. No pude ocultarlo y emití un gemido.

—¿Le pasa algo? —preguntó el profesor Felipe, preocupado.

—Está embarazada —dijo Krause—, o al menos eso se supone...

En aquel momento, la mirada del profesor Felipe deambulaba entre mi rostro y el de la estatuilla. «No...» murmuró. Mientras tanto, yo me retorcía de dolor, llegando a sentir que, en cualquier momento me iba a desmayar. Aunque tenía miedo de dormir, al final no pude resistir más y caí al suelo, inconsciente. Lo último que vi fue a Eric, arrebatándole la estatuilla al profesor Felipe. Creo que intentaron levantarme con ayuda de unos chicos, aunque ya todo se había vuelto demasiado confuso para mí.

Recuerdo que volví a soñar. Me encontraba en una negrura impenetrable, en medio de la cual mi ángel estaba siendo aprisionado por unas cadenas negras, acabadas en unos garfios que cortaban y desgarraban sus alas. Le pedí disculpas, le dije que sentía mucho haber puesto mi confianza en los hombres en lugar de en él, que debía haber dejado que solo él me guiara, tal como me había pedido Rogers. Me dirigió la mirada, sus ojos brillaban con un fulgor iracundo. Quiso decirme algo, pero lo único que pudo emitir su boca fue un rugido de dolor. Todo se volvió blanco y desperté.

Estaba en una habitación de hospital. Mientras me reincorporaba, vi entrar a un doctor.

—Por fin despierta —dijo, con tono afable—. Tenemos malas y buenas noticias.

—¿Perdí al bebé? —dije entre lágrimas, sin poder creerlo— ¿Dónde está mi niño?

El doctor me miró confundido.

—No sé de qué habla, pero lo importante es que vivirá.

—¿De qué está hablando? —le grité.

—Usted tiene cáncer de cuello uterino, una variante muy rara.

En ese momento, tomó una carpeta que había encima y mostró las radiografías. Efectivamente, había tumores por todo mi útero. No podía creerlo.

—La buena noticia es que, a pesar de que es un cáncer extremadamente agresivo, aún estamos a tiempo de realizar una cirugía para extirparlo. Lo que extraigamos será estudiado, ya que su caso es verdaderamente particular.

—Yo no he autorizado ninguna cirugía —dije—. ¿De qué está hablando?

—Usted no, pero sí su esposo.

—¿Mi esposo? —exclamé— Pero si yo estoy separada...

—No legalmente —dijo el doctor—. Estaba teniendo una falla multisistémica. Le consultamos al respecto para que firmara la orden de cirugía y accedió.

—¿Dónde está él ahora? —pregunté entre lágrimas.

—Si no me equivoco, se está hospedando en un hotel cercano. Está verdaderamente preocupado por usted —dijo el doctor—. Pero me alegra que todo salga bien.

—¿Y el embarazo? —pregunté entre lágrimas— ¿Esos tumores no son mi niño?

El doctor me miró confundido y desconcertado, claramente no comprendía.

—Entendemos que perdió un hijo hace poco, pero esto no es un embarazo... por lo que me cuenta, suena como si las alteraciones hormonales le hubieran ocasionado un embarazo psicológico.

—Pero… ¡lo que llevo en mi vientre…!

—Lo que lleva en su vientre es cáncer —dijo con tono serio—. Una de las principales causas de este tipo de tumor es de tipo sexual, relacionada con una falta de higiene íntimo. Su esposo nos comentó que se separaron después de que usted tuvo un amorío y...

—¡¿De qué está hablando?! —le grité—. ¡Yo no he tenido ningún amorío!

—Ey, ey, relájese —dijo el doctor, haciendo amago de retirarse—. La negación es normal, pero ya se han hecho los trámites para que pueda ser atendida por un psiquiatra y por una asistente social. Queremos ayudarla. Ahora, si me disculpa, debo ir a atender a otros pacientes.

Me enteré de que la cirugía estaba programada para mañana y, mientras escondo las píldoras de Ativan que le robé al terapeuta del hospital, estoy más decidida que nunca a quitarme la vida. Estoy convencida de que existe otro mundo más allá de nuestra percepción. Quizá para los médicos de aquí estos sean tumores, materia muerta, pero Han me dijo que las cosas en mi mundo se reflejan de manera diferente. Estoy segura de que, en algún lugar, Han me estará esperando con mi hijo, en un lugar donde no existe ni el dolor, ni la pena, ni el abuso.

He vivido mucho en muy poco tiempo y siento que hay demasiada información en mi cabeza. Pero ya no me interesa lo que digan los demás. Han es real, yo lo vi, él me besó y me impregnó con su semilla santa. Yo había sido escogida para traer su Voluntad a este mundo, pero no tuve suficiente fe. Decidí buscar en las materias de los hombres algo que yo misma había percibido al rozar la piel de mi ángel; eso debería haber sido suficiente.

Fallé desde el momento en que no alimenté a mi niño y sellé mi destino al llamar a ese maldito de Eric Krause, que estoy segura se adueñó de mi estatuilla. Pero eso ya no importa. La semilla de Han vive dentro de mí, de eso estoy segura. Y, cuando haya cruzado el umbral, él será quien me reciba al Otro Lado, junto a mi hijo. Seré yo quien custodie el Jardín del Edén que nosotros mismos construiremos: la madre, el hijo y el espíritu santo.

Hasta nunca.

Iyá Jajené cefayak vulgutún vugetelagel vulgutún.


Estatuilla de Han por Yorick