EL SEMBRADOR

Por Ricardo Meyer

La primera vez que soñé con él fue durante una noche febril, un par de días antes de nuestra llegada al cruce de Los Andes. Precisamente me había quedado dormido leyendo sobre aquel Libro de las Sombras que Gerald Gardner, padre de la Wicca, decía se encontraba oculto en una montaña que no podía ser otra que la cordillera andina. Supuestamente conducía a reinos subterráneos, olvidados, quizá al mismo Averno. En el sueño, aquel hombre tenía una apariencia austera, vestía con harapos y lucía un curioso sombrero de paja. Su rostro y manos parecían demacrados y, debido a la oscuridad, no podía distinguir bien sus rasgos. Curiosamente, parecía portar en su mano un bolline, una suerte de hoz pequeña que es además usada como vara mágica en la Wicca.

—Ey —decía Katherine mientras me daba un beso en el cuello— despierta, despierta.

Aturdido, quizá por el sueño, la aparté sintiendo cierto asco. Me llevé las manos a la cara y pregunté:

—¿Qué hora es?

—Debe ser mediodía —Katherine jugaba con sus uñas— ¿ya descifraste lo que te dijo el Dr. Hans Schwarz?

Suspiré.

—No hay nada que descifrar, Katherine. No es un texto esotérico ni nada de eso, simplemente se trata de un informe…

—¡Pero el Dr. Hans Schwarz es un brujo! —exclamó Katherine— dicen que no es un humano, incluso.

Hizo una pausa.

—Pero bueeeeeno —dijo mientras estiraba su mano hacia mi pantalón— ¿no quieres relajarte? ¿un mañanero?

La aparté de golpe.

—No tengo tiempo para esas mierdas, Kathy —abrí la puerta del auto y me dispuse a tomar aire.

—Es eso o que ya no se te levanta con tanta falopa como te metes… —dijo Katherine, molesta, apoyando su cabeza contra la ventana del vehículo.

Llegamos anoche al cruce de Los Andes. Nos hemos quedado durmiendo en el auto y uno de nuestros amigos, el conductor, un chico llamado Esteban al que Katherine conoció en un taller de Reiki, había dicho que había soñado con el lugar donde se encontraba el Libro de las Sombras de Gardner y que debía partir de inmediato. Yo insistí que debíamos ceñirnos al documento que nos dio el Dr. Hans Schwarz, pero esta gentuza no entiende de pruebas racionales. Están cegados por una suerte de superstición romantizada.

El Dr. Hans Schwarz es un reputado científico, no sé mucho de él más allá de que está involucrado con las investigaciones de la asociación «MORGANA por el progreso de la humanidad» y, por ende, con ese culto ruso o ucraniano al que llaman «Mordred». Aunque parecía sisear y tenía ciertos problemas al gesticular, hablaba un español perfecto, supongo que por la experiencia que confiere la edad. Lo que más destacaban eran sus ojos, pero también su porte, que parecía tanto el de un caballero alemán como el de un científico de la GESTAPO.

Lo conocí en una de estas tertulias que mi padre, Eduardo Spencer-Leyton, solía organizar en La Dalila Amarilla, invitando a personas de interés para los distintos proyectos empresariales en los que se embarca. Yo me encontraba bebiendo una copa de champán, hastiado, cuando el Dr. Hans Schwarz se acercó a mí, con un semblante casi robótico y sujetando una copa con un gesto tan rígido y antinatural que llegaba a inspirar cierto terror.

—¿No te sientes a gusto? —preguntó— ¿No te gusta tu vida? Cualquier otro niño, como estos de los arrabales, se sentiría a gusto con todo lo que tú tienes.

Le di un sorbo a la copa.

—No me agrada esta vida —refunfuñé—. Al menos, no así.

El Dr Hans Schwarz sonrió.

—Tu padre me dijo que estudias teología en la Universidad Católica de Chile, ¿eres católico? —preguntó— bueno, da igual, supongo que has oído de la Trinidad.

—¿Se refiere al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo?

Negó con la cabeza.

—Sueño, Vida y Muerte. la Vida te ha forjado un camino en base a tus sueños que te conducirán a la Muerte. Quizá también a Sueños más ambiciosos, pero lo que es seguro es que tu Vida seguirá.

Fui incapaz de comprender su insinuación.

—Si tienes dudas, puedes contactarme mediante esta tarjeta —dijo, mostrándola como haría un mago que se saca una carta de debajo de la manga.

La tarjeta ponía.

DR HANS SCHWARZ

Centro Internacional para el Estudio de la Taumatología Unificada

FAX: [REDACTED]

Los meses pasaron y conocí a Katherine, que estaba interesada en la brujería y la Wicca, así como en otros asuntos esotéricos. Luego, en un paseo en el Cajón del Maipo donde probaría la ayahuasca, conocí a Esteban. Poco a poco, mi vida fue cambiando, tomando sentido. Quizá hasta hallé un propósito en estas nuevas creencias que iba descubriendo. Sentí la necesidad de contactar al Herr Doctor y, al hacerlo, se mostró muy satisfecho con mi trabajo, mostrándose abierto a orientarme sobre el Libro de las Sombras. Según Gerald Gardner, es el auténtico por encima de todos los demás, y se encuentra en Los Andes.

No volví a ver al Dr. Hans Schwarz, pero hizo llegar un documento a mi nombre a la oficina postal de Correos de Chile. Era un sobre de papel sencillo, no lo abrí en ese momento, sino que lo guardé hasta estar con Katherine y Esteban. Ya sabía bien de lo que iba a tratar.

—¡Es magia! ¡esto es magia! —exclamó Katherine, besándome con efusividad— ¿Dónde lo conseguiste? ¿te lo dio el brujo ese?

Tanto Esteban como Katherine analizaban el documento fascinados, pero me resultaba curioso que parecían nunca llegar a un consenso sobre lo que ahí había. Yo tampoco lo comprendí del todo, ya que gran parte de lo que contenía estaba redactado en un lenguaje críptico, y todo apuntaba a algo llamado Iniciativa AMON. Más allá de eso, lo importante eran las coordenadas que señalaban un punto en el cruce de Los Andes. No hacía falta decir más.

Partimos entonces en la minivan de Esteban. La que más lucía alegre era Katherine, quien llevó cocaína y otros psicotrópicos —como popper— para que el viaje fuera más ameno. La verdad, yo no me quejé, pero quizá me excedí un poco y pasé uno que otro bochorno sexual cuando Katherine, en más de una ocasión, quiso chupármela y, debido a la ingesta de cocaína, no lograba tener una erección. De todas formas, eso no era lo importante, aunque no podía evitar sentirme, en efecto, impotente.

Y aquí estoy ahora, en Los Andes, frente a la cordillera. Esteban había salido anoche guiado por la idea de su sueño y no había regresado. No podía evitar pensar que quizá él también se había excedido con los psicotrópicos. Me volteé y vi que Katherine se había quedado dormida y, sabiendo que nada podría pasarle (aunque tampoco es como si me importase), decidí emprender una ruta: quizá en busca de Esteban, quizá en busca de algo más. No lo sé realmente; simplemente fue un instinto de seguir una dirección entre los diferentes cruces en Los Andes.

En aquel momento tampoco podía quitarme de la cabeza la imagen de aquel hombre alto, de piernas desproporcionadamente largas y con ese sombrero de paja, sujetando la hoz que luego supe por Kathy que llevaba el nombre de bolline en la Wicca.

Abstraído, quizá somnoliento, caminé hasta llegar a un cruce en el cual había una suerte de caverna en uno de los montes. A los pies de este se distinguía una pequeña cabaña que parecía deshabitada. Había juncos en gran parte de la tierra frente a ella. Entonces lo vi, saliendo de la cabaña. Alto, risueño... yo sé que reía. Reía, y sus dientes estaban podridos. Llevaba el mismo sombrero de paja que en el sueño, solo que esta vez sujetaba un tridente de campo. Era demasiado alto y, al inclinarse, casi rompiendo sus harapos, clavó el tridente en la tierra. O eso pensé.

En ese momento se percató de mi presencia, pues se volteó y me dirigió la mirada. No sentí terror; al contrario, me sentía como soñando. No podía distinguir su rostro: era difuso. No sabía si sus cuencas estaban vacías o si tenía ojos negros. Quizá la única certeza era que era verrugoso, o que estaba podrido, así como que tenía algunos mechones grises, como su piel casi muerta.

Pude ver que lanzó el tridente al suelo y se estiró como quien recién se levanta por la mañana, para luego entrar de súbito a la cabaña. En ese momento volví en mí y no pude hacer otra cosa que correr en dirección a ella, atravesando los altos juncos que estaban frente a la construcción. Pero a medida que avanzaba, fui percatándome de lo extraña que era la situación, y de que, además, parecía que ya estaba oscureciendo. La cueva del monte tras la cabaña era más grande de lo que parecía y estaba rodeada de unas flores azules, similares a hortensias, pero diferentes. Sí, muy diferentes.

Cuando llegué a la cabaña estaba agotado; cruzar los juncos fue una tarea ardua. Susp iraba, recomponiendo mis fuerzas. Entonces, ya repuesto, volteé la mirada y el horror me invadió cuando vi que el tridente estaba clavado en el tórax de un cuerpo desnudo y cubierto de barro, salvo por el rostro. El rostro era el de Esteban, pero lucía tranquilo, sonreía, como si estuviera durmiendo.

Entonces comencé a oír movimiento dentro de la cabaña, pero no sentí miedo alguno. La puerta se abrió, y ahí estaba él frente a mí, esta vez con mayor claridad. Alto, vestía una jardinera azul harapienta; su piel era gris y verrugosa. Los únicos cabellos que tenía eran quizá unos mechones grises que le colgaban de la barba. Llevaba ese sombrero de paja, pero finalmente pude concretar que, pese a tener todos los rasgos faciales de un ser humano, no tenía ojos ni cuencas. No es que las cuencas estuvieran vacías: simplemente no existían. Estaba vacío. No tenía ojos ni cuencas como tal.

Comencé a sentir sueño y casi caí de rodillas, pero estirando su largo brazo y señalando la cueva, exclamó:

—¡No! ¡Aún te queda tiempo! —dijo con su voz carrasposa y aguda—. Y debes ayudarme a cosechar el amaranto.

—¿El amaranto? —pregunté, confundido.

—Un manojo… —murmuró—. Un manojo de amaranto, para tu amada. Así el mensaje le llegará.

Lo contemplé, y no sentí miedo alguno. No pude evitar preguntarle:

—¿Quién eres?

—Soy el sembrador. Yo esparzo las semillas de la Vida, que está por sobre mí —dijo, cubriéndose la frente con el sombrero—, y las cosecho. Esa es mi labor. ¿Tú eres un soñador? —meneó la cabeza—. No, no… si fueras un soñador, estarías buscando a mi hermano.

Un silencio, acompañado de un vendaval fuerte pero mudo, invadió el lugar.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó—. ¿Te gusta la Vida?

—Venía por… el Libro de las Sombras, de Gerald Gardner —le dije—. Se supone que se encuentra en un reino subterráneo acá, en Los Andes… yo…

Comenzó a reír, carrasposo.

—Esas son tonterías… El único Libro de Sombras es quizá el que yo tengo, y no es un libro como tal. De todas formas, no te lo puedo dar, pero te garantizo que todos ustedes están ahí.

—¿Todos ustedes? —pregunté.

—Así es —afirmó—. Porque es la única forma en que puedo guiarme para las cosechas. Por ejemplo, tu amigo —dijo, señalando el cuerpo cubierto de barro y sonriente de Esteban—, ya era su hora. Ahora está soñando… o muerto, si prefieres llamarlo así.

Me quedé atónito. Comenzó a caminar y pude verlo sacar el bolline.

—¿Llegaste aquí por el alemán? —preguntó—. ¿El soñador de Nueva Baviera?

—No precisamente —dije, confundido—. Sí estoy acá por un alemán, pero no es de Nueva Baviera como tal… es difícil de explicar… ¿a quién te refieres tú?

—¡Bah! ¡No importa! —exclamó—. Ven, ven —dijo, sujetándome con fuerza—. Debes cosechar el amaranto para tu mujer…

Como un padre que guía a su hijo torpe, me hizo caminar por sobre el cuerpo del difunto Esteban. Pude verlo entonces: eran como los juncos, pero con un tono rosáceo. Me guió y, con su bolline, pude sacar un manojo.

No recuerdo más de eso. Finalmente, cuando estuve frente a Katherine, ella lucía horrorizada. No la volví a ver, ya que luego de eso llegaron los uniformados. No eran del ejército; no, eso no. Eran mercenarios, de eso estoy seguro. Dijeron que ellos se encargarían. Me arrebataron el amaranto y me llevaron a una suerte de control fronterizo. Fui atendido por enfermeros de todo tipo y, cuando menos lo esperé, ya estaba de regreso en Nueva Baviera y bajo los cuidados de mi padre, Eduardo Spencer-Leyton. No le mencioné nada respecto al Dr. Hans Schwarz, pero desde entonces mi vida no ha sido la misma.

A veces veo al sembrador en sueños. Lo veo emerger de esa cueva y, a veces, pareciera que me guía. En el fondo creo que he comprendido lo que decía el Herr Doctor: que la Vida, la Muerte y el Sueño son tres principios que se conjugan entre sí y dependen uno del otro… así como muchos vivos sueñan despiertos y algunos muertos están más vivos que los mismos vivos.

Solo me queda esperar a seguir sumergiéndome en este sueño, hasta que llegue el punto en que no pueda volver y comprenda que no es sueño, sino muerte; y que el sembrador coseche el amaranto que hay en mí, para que pueda ingresar al Hades… donde me espera Esteban, para tachar la lista de quehaceres del Libro de las Sombras y seguir contribuyendo a la siembra y cosecha de El Sembrador.

Publicado originalmente en Yog-Sothería (Wikidot), 2025.


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